Manual para estrangular a la Monalisa
“…a qué fuerza misteriosa del caos, a qué aquelarre
de fractales; a qué colisión de olas negras y blancas arenas le debemos
habernos conocido. Vivía feliz solo, era tan simple mi vida, como un gusanillo
que horadaba su hoja fresca y devolvía de sus estómagos la pulpa, para seguir
masticando todo el día. Martillaba el bolo alimenticio para extraer los
nutrientes de su verde jugo, esa era toda mi álgebra; ahora, soy otro, más
cadavérico, más parecida mi tez está al humo que al durazno y un aroma de fruta
putrefacta merodea mi corazón atormentado.
Pensaba, hace poco, que los venenos venían de las
mordidas de las ratas blancas y la peste cruzaba a mi continente desde las
infecciosas vísceras de estos roedores y que podría morir si no me atendían con
kiocilina. Para tu mirada, para tu mordisco, para tu aruñar, para incluso tu
frialdad repentina, busco remedio. Ahora, lo oscuro me es familiar. Emparentado
estoy con los callejones poco iluminados en que el gato oscuro deja el olor de
sus sienes. Se ha derretido la nieve por acción de la orina caliente de mil
hienas castradas, han derribado su endeble cuerpo y ahora lo devoran. Esta
tarde, yo esperaba el barco de tu voz a que me transporte en la quilla de tus
palabras y apenas arriba un esquife de cobre desquiciado de oxígeno.
Univitelina sensación de resquebrajarme infinitamente si no estás y no
transformarme, ni en mariposa ni en murciélago.
Hablamos hace poco; ahora estás viajando a
Kalibraltar, te alejas y solo queda, al final de mis dedos, en vez de brazos;
una cátedra de huesos con la temperatura del mármol en los nichos saqueados.
Soy extraño, abrevo del arte, lo sé, así me insufló el esperma fantástico y en
medio de este gazpacho proceloso estás tú, que no te interesa mi literatura;
hablamos poco de Stentzhill o Maxhellm, incluso a Noa Ex nunca la topamos en
nuestros diarios intercambios de tinta sonora. Podrías decir que no son
imprescindibles, que la vida de ellos no importa si estamos juntos. Gran
mentira. ¿Por qué no haces el intento de conocer a mis amigos?, esos espectros
que me dan cuerpo y me hacen sentir menos fantasma...
—¿Ciudad del Tíbet en que florecen las tempestades
—de ocho letras?
—Shigatse —pensé la solución y la di, dejando de
lado la carta negra que buscaba ensamblar.
—¿Facultad de los perros de subir a los columpios y
defecar boca arriba?
—Hokir
—No... de seis letras —aclararon.
—Hokirr —corregí.
Dejé de pensar en ella para reclinarme en la silla
y atenderlos, porque, de seguro preguntarían más y no descansaría la Hermandad
de la Comadreja, con sus miles de involucrados, hasta solucionar el crucigrama;
después de todo me había registrado en el grupo para esto: solucionar
crucigramas.
—¿Ritmo musical que, acoplado a un cincel, es usado
por los vandálicos para derribar a los hombres de pirita? —lanzaron una nueva
pregunta.
No conocía la respuesta. Entonces apareció la voz
de Maverick Borgia para responder, tan oportuno como siempre el monje custodio
de la biblioteca de los carmelitas en Posidonia. Gracias a él nuestro grupo de
trabajo había ocupado sitios estelares frente al reto lanzado por la máquina y
gozábamos de insignes premios; refiero el último, este aditamento con las
imágenes de los atardeceres probables vistos desde un mundo de azufre y hielo
situado en el ojo de Vesta. Es allí, sobre esas imágenes borrosas y difíciles,
llenas de hollín sobre las que he ido a caer las noches en que llego
defectuoso, tras las pesadas horas de trabajo.
Cesaron las preguntas. Acabamos, con éxito, los
bordes del cubo y por un momento nadie hablaría más que yo en mi cabeza,
entonces volví sobre la última de las Monalisas; a su lejanía, a componerle la
carta negra, que salía ya un poco gris, algo más optimista, luego de entregarme
a la solución del crucigrama:
“… Volver sobre los verbos nuestros a pasar
revista lo que somos.
Hablar: y qué si a veces no tenemos nada que
decirnos. El silencio flotante entre nosotros, también suena a algo; puedo en
él sentir que estás cerca.
Esperar: esperaré tu sonrisa en casa así no
llegues, así tardes, así no vuelvas jamás. Te esperaré en casa porque no
conozco otro lugar para vivir la intimidad. Te esperaré en el interior de mi
cuerpo, que es tu hogar.
Dormir: caigo y muero, la almohada me succiona. Es
lo que hacemos solos cuando partes a Kalibrartar. Cerrar los ojos es ensayar la
manera de morir, pestañear es desafiar a la muerte. Mirarte fijamente es la
manera de estar vivo. Que sueñes en las gárgolas.
Contar: Dos es el número mágico. Somos uno,
indivisibles y distantes. Contamos tres al despedirnos, seremos cero al alba.
Comer:
ven... tendré uvas, agua, pan y uvas y pan y agua, ven.
Despedir:
“Chao”, palabra odiosa que nos aleja. Es una manta raya sobre los oídos,
electricidad que nos distancia y la neblina cubre nuestros cuerpos hasta el
“Hola”, tan de buen gusto...
—Rey de 1,73 de estatura. Pintado por Clouet
—interrumpió mi carta una nueva pregunta.
En el camino a resolver el crucigrama entrábamos
ahora a los cubos interiores, calzaría la piedra en forma de gota que debe
poseer el sujeto en su plexo solar para coincidir con la perla en la misma
posición de Elisabeth de Austria que ya estaba ubicada. Yo no tenía idea de
dónde podría estar un Francisco I, de seguro a él se referían, como lo confirmó
el profesor Stanislaw Helm.
—Yo lo traeré —propuso una voz carrasposa, del otro
lado del mundo, en Vanikoro sobre las Islas de Coral—, calculo unos quince
minutos de telesufrimiento, si están todos de acuerdo.
—Capa Beta Épsilon —contestamos al unísono los
miembros de la Hermandad y la voz masiva retumbó en mi cabeza obligándome a
ingerir una cápsula de menguante para atenuar la fidelidad extrema del
contacto. Así estaría mejor. Los escuchaba sin gran intensidad, casi
desenfocados. Nos habíamos comprometido a entregar lleno el crucigrama antes de
que entre el alba en el sur de Tasmania y nadie se negó a recibir su parte de
sufrimiento ante la promesa de Francesco Vigeé, “el apuñalador” de traer, lo
antes posible, la pieza y colocarla en su sitio correspondiente. Hasta que eso
pasase, habría nuevas preguntas.
—(pregunta doble) Prestamista basado en el original
perdido de Jan van Eyck. —con esa pareja tendríamos llena la parte inferior del
cubo y sería un alegrón visual, empuje motivador para encontrar las piezas
faltantes. No había duda que se refería a “El prestamista y su esposa” de
Joseph Stanlitz.
—Sé dónde están. Es de Quentin Metsys —me había
equivocado—. No tardaré mucho en traerlos —dijo una voz desconocida que, por la
lejanía en la señal, posiblemente vendría del asteroide Karac o un poco más
lejos quizás, posiblemente de alguna colonia en los anillos de Saturno.
—No estoy tan lejos, la señal les parecerá débil a
mis camaradas terrestres porque estoy en la cara oculta de la Luna, administro
un motel y por casualidad la parejita esa que buscamos está registrada a un
tiro de fusil en una cabaña cercana. Creo que son ellos porque llevan las
pertenencias obligatorias, que exige la obra a saber: el espejo convexo que lo
han puesto sobre mi mesa de registros y refleja, con total nitidez, el huerto o
patio poblado por algunos árboles y la torre más lejana de la iglesia.
—Sí... es esa intrusión de la realidad externa la
que da alusión a la clientela que frecuenta la casa del cambista. Ella usará un
traje escarlata y él uno malva, con gorra en cuero de cervatillo café y negro
—aportó el profesor Stanislaw Helm.
—Así es. Confirmado. Salgo por ellos, igual; pido
que acepten la cuota.
—Capa Beta Épsilon —respondí en lo que me tocaba
para aceptar mi parte de telesufrimiento. Tomaría un buen rato hasta que maten
a esas personas y ubiquen sus cuerpos en los casilleros del crucigrama, así
que; encendería el televisor y dejaría de lado la carta negra que estaba
componiendo, por encontrarla ahora, luego de la tarea en común, ya de matices
grises. El trabajo en equipo me ponía de buen ánimo y los oprobios del amor
palidecían ante la ilusión de resolver un buen crucigrama, ayudado de tantos
seres amigables integrados a mi pensamiento.
El relax me duró poco, apenas fui testigo de
alrededor de quince vueltas de la Fórmula Uno en el circuito Mercurio—Venus,
cuando Hyacinthe Guardi de la escudería Mexico Pop Corn Glup, la MPCG, entraba
a los pits para cambiar alas y repostar. Apagué el monitor para atender
la llegada de mi cuota de repentino dolor, que resultó ser de gran intensidad.
Desconocía si correspondía a la muerte del Prestamista y su esposa o a la de
Francisco I. “Asesinar sin dolor es repartir el sufrimiento de la víctima entre
todos los que quieran hacer de asesinos”, rezaba en el frontispicio de la
Hermandad de la Comadreja. Más tarde cuando ya había bajado la intensidad de la
punzada en el pecho y desplazado a sitio menos incómodo el dolor cervical y me
dejó en paz un tirón de los riñones, por los de Control supimos que habían
repartido y asignado, al mismo tiempo, los sufrimientos de los ajusticiados.
Detestaba escuchar los posteriores detalles en que
se adentraban los encargados de conseguir esas piezas, entrando en pormenores
de los crímenes y quise desconectarme por un rato del sistema, pero la
obligación de estar atento a nuevas preguntas me obligó a quedarme allí,
tendido, escuchando de mal agrado lo que decían. Debemos oírlos porque es una
manera de ayudarlos a curarse, sin embargo de toda la maravilla de este juego
de probabilidades e intensas emociones es lo que más detesto.
Alcé el volumen del televisor y me concentré un
poco más en la carrera, disfrutando la inmensa emoción de que mi piloto Wei
Shi, el gran león de Mindoro, con mi escudería Kellog´s Matsuchita —la KM— haya
pasado en pits a los de la MPCG, asunto que me devolvió el buen humor,
notando ya que el dolor había descendido a niveles de cosquilleo, casi
agradable y apenas sentía leve palpitación en las sienes.
Si a un hombre, o una bestia, se le permite matar
por varias ocasiones a una misma persona, ocurre, como a mí, que se le empieza
a amar, pero esto no atenúa de ninguna manera la violencia con que se la
ejecuta. Con la nueva pregunta me daban la oportunidad de prestar servicio a la
Hermandad y de estrangular a la Monalisa por enésima vez.
—¿Mujer de enigmática sonrisa pintada por Leonardo
entre 1503 y 1506?
La pregunta era ingenua, todos sabían la respuesta,
pero nadie a excepción que yo y cierto agente mecánico, fuera de servicio,
podíamos dar con ella en ese momento. La dama estaba en camino a Kalibratar y
era precisamente a ella a quien componía la carta negra. Ahora el destino me
exigía que le de alcance, la ejecute y coloque su cuerpo a que calce para
saldar una de las preguntas. Propuse que yo lo haría, contestaron el “Kapa
Landa Pi” respectivo y me puse en marcha abordándola días después.
La alcancé en una tienda de dulces donde se
aprovisionaba. La encontré sonriéndole a una barra de chocolate. Advertida por
mi perfume, se metió en el baño y echó cerrojo con la idea de encontrar una
ventana alta y escapar por allí, pero sabía que le era imposible huir. Si yo
antes había perdonado ya su vida, y permitido que se aleje fuera de mi
jurisdicción, fue porque estaba seguro de que se trataba de la última Gioconda
y mezclé desafortunadamente los negocios con el placer. Era ella o la
Comunidad. Llevaba en mi registro la otras treinta y dos que había ejecutado
con anterioridad, de allí lo del manual que tenía redactado en el bolsillo de
mi chaqueta. Esperé afuera, todo hacía presumir que se entregaría sin
resistencia. Acerqué el oído al bambú de la puerta y del otro lado la escuché
orinar con un sonido tierno y resignado, dejando libres las últimas gotas como
si se tratara de palomas de cristal que se zambullían en el ojo de una
tormenta.
El tibio amarillo resplandor de sus riñones
estallaba en bicicletas náuticas a la deriva. Sería lo último que correría,
casi propongo que luego correría su sangre, pero recordé que el manual exigía
el estrangulamiento y debía aplicar un torniquete al cuello; tan sencillo como
sellar, con un lazo, el injerto que se hace a una planta. La corbata, el
prendedor, la vela, el emparedado de queso, la cartuchera con bengalas, la
botella de vidrio y el corcho, todo estaba en mi mochila, esperando. Con esto
en mi poder y en tal estado de excitación, abandonaba por un momento, mis
sofisticados aires modernos y quedaba en posesión del estuche con los
elementales aditamentos para practicar, en cualquier momento, sobre el sitio
más hondo del cerebro, la extracción de la piedra de la locura.
Abrió la puerta, me miró sin abandonar la sonrisa
que la llevaba como un antifaz, descruzó las manos, resultó imposible
distinguir la individualidad de las pinceladas que formaban su cuerpo, me
tendió la súplica de sus ojos —manantiales del extraordinario verismo de los
efectos de luz—. Dio un paso hacia atrás para invitarme a entrar, pero no seguí
su juego, porque ya había aprendido esa treta de la número siete, cuando me
acerqué demasiado, sin tomar precauciones y ella me clavó la pezuña en los
testículos para huir, solo un trecho porque terminé alcanzándola en las
montañas y ejecutándola con una cinta de embalaje.
Escogí el quicio de la puerta donde una señora
gorda se puso a mis espaldas pidiendo me mueva porque quería ocupar el baño,
así que me di prisa. Obedecí el manual, que lo conocía de memoria: inclinación
para depositar en el suelo el corcho y la botella distanciada a unos pasos en
el extremo opuesto, dar un tercer mordisco al emparedado de queso y devolverlo
al fieltro, tensar la corbata y ponerla en herradura alrededor de su cuello,
presionar con fuerza hasta que la sonrisa se le convierta en mueca estentórea,
liberar la corbata y dejar caer a la víctima, encender la vela, colocarme el
prendedor en el ojal y salir de la estación disparando una bengala.
El alba entraba en Tasmania y mi pieza era la
última de la que Control disponía para cerrar exitosamente el crucigrama. Los
emisarios ingresaron en el baño y sacaron a la dama muerta, envuelta en una
gasa color azufre, la subieron en una limosina blanca y se la llevaron para
colocarla en el sitio correspondiente, donde encajaba perfectamente.
—Vamos, ¡ánimo! —era la voz de Borgia paliando mi
desánimo—, habrá muchas más por allí. Algún loco, que vuelva a creerse la
reencarnación de Leonardo, volverá a instalar su laboratorio y sacarlas de los
cuadros, dotarles de vida y echarlas a rodar. Ese es tu trabajo, encontrar y
eliminar las copias.
—Pintor del retrato de la Condesa de Carpio
(181x122)
—No... Lo siento... no jugaré esta vez. Me retiraré
un tiempo al Caribe holandés.
⁃ (Abucheo)
—todos al unísono, fantasmales, desaprobándome.
Llevé mis manos a la nariz para ubicar el epicentro
de ese olor defectuoso e incómodo que manchaba mis manos; era óleo, cuando
abordé a la dama, por lo visto, aún estaba fresca.
Jorge Miño Oct. / 2016.
Jorge Miño Oct. / 2016.