La
Rueda de Prensa que ofreció para atender sus hazañas, fue interesante; sin el
menor hato de humildad Rivera, visiblemente aquejado de insomnio, narró cómo se
las ideó para registrar los mil nombres con que los seres de los mil mundos
conocidos se refieren a nuestra estrella; habló de pie frente un cubo atril de
nogal sobre el que desplegó la voluminosa bitácora y en calidad de muestra
recitó los tres nombres iniciales y cinco finales de todos los soles
encontrados: Zuuftz, Calafeo, Iagatán, Ouspoctrix, Aletplom, Ium, Lethaux,
Ouplax. El tercero fue un nombre que poseía escritura pero que no sonaba a
nada, según explicó luego: un sonido que anula el bullicio; difícil de entender
e imposible de pronunciar por los terrícolas, pensamos se trataba de una broma,
por lo que nos desatamos en hilarante barullo y objetamos que posiblemente ese
nombre nunca le fue dado a conocer y que nos estaba mintiendo, pero su mujer salió
al paso en su defensa, anunciando como primicia que ella podía modularlo si
estábamos dispuestos a soportar las consecuencias y claro, accedimos. Entonces
la hembra vlek unió sus labios, que los tenía carnosos y encendidos, para dejar
correr el aire tibio de su aliento y engarzar tal polémico nombre. Vimos danzar
su boca sin percibir nada y para cuando se detuvo, sentimos un hambre tremenda,
comprobando con asombro en nuestros relojes que habían pasado ocho horas y
caído ya la tarde; sin duda se trataba de una pronunciación que aceleraba el
tiempo y le pedimos que no lo silabee más porque si se le ocurría repetirla al
hilo, podríamos envejecer en lo que duraba esa simple Rueda de Prensa.
Tras
las indagaciones de rigor, discursos alusivos e imposición de preseas
discurrimos al coctel, fue donde ella me abordó y halló risible la infidencia
que le hice respecto a las uvas que ella levantaba, con voluptuosidad de la
crátera, para engullirlas sin masticar.
—¡Así
que ustedes pisan estos frutos y luego beben su líquido!
¿Podría
mirar sus pies?
—Sí...
no... Bueno, no aquí. —Temí ser descortés, pero... enseñar los pies ya es media
intimidad. Cambié de tema preguntando si existían más nombres extraños en esa
bitácora.
—Sí,
hay uno que alarga los orgasmos —me dijo con suavidad al oído... tentándome y
no me hallé capaz de reprimir un suspiro.
—Nos
vamos querida — interrumpió Rivera y la apartó de mi lado tomándola de la
cintura.
Se
despidieron de la sala, ella besó tres veces mi mejilla en señal de cortesía a
la usanza portuguesa de aquella época y aprovechó los intervalos para
entregarme un disimulado mensaje: “En la estación del tren esta noche, a las
ocho”. Luego salieron al claro de luna, abordaron un Cadillac rosado, réplica
para coleccionistas del original de la madre de Elvis y se perdieron en el
tráfico.
Estaba
loca, los trenes habían dejado de existir hace mil años y solo se podía saber
de ellos en cromos antiguos que venían dentro de las cajas de cereal.
Coleccionaba de ellos cuando joven y atraído por la idea de recrearme en sus
metales, antes de acostarme, los estuve ojeando, maravillado del tiempo en que
la aerodinámica marcaba los diseños; mientras que ahora el elemental cubo,
aplicado en un crucero de batalla, podía viajar a la velocidad del sonido sin
provocar el latigazo sónico. Caí dormido cuarto para las ocho y sin pretenderlo
llegué a la cita a tiempo, justo para escuchar el silbato del tren que
anunciaba partida hacia Kansas.
Miré
discurrir lentamente los vagones de ese tren fucsia y cuando el último vagón
abandonó el andén, develó la figura de la vlek que estaba allí de pie con su
largo cuerpo, ataviada en una sola pieza de encaje negro. Elevó su displicente
brazo por delante y me dio, con un dedo, la señal de acercarme; se me figuró en
tal
cadencia el temible anzuelo con que los pescadores de Brakitania desmandibulan
sus brontopeces. Avancé, cuidadoso de no tropezar con las rieles, ella desplegó
su lengua y la enroscó con delicadeza en mi antebrazo para ayudarme a subir al
andén.
—Admiro
tu puntualidad —dijo retirando la mirada de su reloj de tobillo y volviendo al
piso el taco de su zapato gris— Sígueme.
Con
agilidad me dio las espaldas y dejó caer a la cintura la mantilla que cubría su
espalda para exhibir en pleno el descomunal tatuaje, en tinta añil, de una
enjuta mantarraya perla; afrodisíaca en las tierras de Almanzor, perseguida
como trofeo fálico en las cuevas de Elefantina y hervida en pucheros galácticos
sobre las estepas polares de Albidomancia.
Nos
adentramos en pasillos que vertían oficinas de administración y según
avanzamos, la decoración, esmerada en mármoles y granito, fue decayendo para
mostrar cavas en eucalipto y pino artificial que acogían enormes bodegas
alternadas de “Cosas extraviadas” y “Cosas definitivamente olvidadas”. Me electrizó
ver arrumada a un vértice unas muletas para pulpo, con sus cuatro concavidades
acolchadas para receptar los muñones respectivos.
¡Por
Radamantis! ¡Quién puede olvidar estas cosas! Todavía el olor a tinta de
calamar pululaba en el aire y nos tapamos la nariz para adentrarnos. Horadamos
la oscuridad de los patios de infrafotosíntesis, reservados al descanso y
transbordo de los pasajeros.
Nos
habíamos descalzado para deleitarnos con los suaves nenúfares flotantes en
charcos de mercurio de exiguo espesor. Estábamos completamente solos y giró
caninamente para entregarme el brillo tostado de sus ojos ovales. Me conmovió
hasta el tuétano del hueso sacro su extraña belleza. Alargó sus pestañas
superiores y las enroscó con fuerza alrededor de mis orejas para acercarme
hacia su boca donde su mandíbula fabricó el más rabioso beso que haya
experimentado en mi vida. Luego, sin decir palabra, nos desnudamos con prisa e
hicimos el amor a la forma convencional, sin ensayar ninguna excentricidad que
ella propuso livianamente. Acordamos de frente como deben hacerlo las especies
evolucionadas, dándose la cara y leyendo en cada facción, a media luz, la
evolución de los siete trozos de pan que deben irse desgranando de cada alma al
transferir el genotipo.
Cuando
mi esperma, en fauces de galgos blancos, emergían la cabeza para morder las
nalgas del mundo, ella pronunció una fracción del nombre de nuestro Sol bajo un
dialecto extraño y el orgasmo se nos alargó por doce minutos, que es el tiempo
que les toma a los nenúfares flotantes del mercurio dar capullo fluorescente.
—Hola
—era ella en el teléfono—. Gracias por llegar a tiempo y hacerme la vlek más
dichosa de la parte sur de esta galaxia. Estuviste fantástico.
Colgó
al final de la bocanada de aire que tomé para responder.
Más tarde,
en la Redacción del “Io Post”, periódico para el que trabajo, llegó un boletín
anunciando que ellos partirían en una nueva misión a cierta estrella de la
NGC3310. Acudí a la terminal y estuve a tiempo para ver por última vez, tras la
ventanilla, su pecosa cara verde olivo. Agitó un pañuelo rosado en señal de
despedida y luego hizo el ademán ese, como que tiraba de la cadena en la
locomotora principal para desatar el silbato —reímos—. La nave se perdió en los
cielos envuelta en una luz nerviosa.
Abandonaba
la estación camino al velódromo, a cubrir la final de la carrera de caballos de
mar, cuando avanzando delante por la escalerilla automática encontré —no es muy
común verlos— a otro de los de su especie; tenía una abultada joroba y estaba
por aceptar el axioma de que “las jorobas son el mínimo común denominador en
las especies inteligentes”, pues ya antes había visto un cachipanda y dos seres
de Obsidio padecerlas también.
Eché
a andar para rebasarlo. Mirando de soslayo advertí su perfil bellamente iluminado,
giró su cuello, como un puñal anónimo que luego del mortífero pinchazo se ladea
indolente, para enfrentarme y contestó lo que pensaba sin hacerle pregunta
sonora: “La paternidad nos pone así, es tan bello esperar un hijo”. Estiró sus
ojos a la comisura cercana con dirección a las sienes para ver atrás, hacia su
joroba donde me aclaró luego yacía el vástago apuntalado sobre su cervical.
Terminado de recorrer el andén, nos sentamos en un banquillo y escuché
pacientemente las intimidades de su gestación: “once meses dura adentro, al
nacer ríe para estimular la entrada de aire en su agallas y salta al primer
bastón que encuentra; entonces hay que nombrar padrino al dueño de ese bastón,
su nombre debe venir con las circunstancias. Un día entre los tres y cuatro
años debe caerse de un quinto piso y el chasquido que emiten sus huesos marca
su nombre... y siempre lo concebimos en sueños, nuestra hembra nos visita en
sueños y allí nos apareamos, el sufrir de insomnio es el equivalente a la
eyaculación precoz... y siempre, siempre los que deben cargar el peso de la
gestación somos los machos”.
Son
ya tres meses de esa conversación y noto con inquietud que me ha brotado una
verruga en la espalda, tengo miedo de verme al espejo y no he dado la cara por
el periódico por temor que encuentren mi rostro demasiado iluminado. Ella ha
desaparecido, la verruga crece.
email: jminop@gmail.com
Ilustración de "Vleck" para "Ayer será otro día": Sadock. 2013.
Finalista Ciencia Ficción Fantasía y Terror: "Cryptshow 2008". Barcelona - España.
AYER SERA OTRO DIA © vlek
9 Relatos de Ciencia Ficción.
Registro: Jan 5, 2015 2:59:03 AM UTC | Código: 1501052906627
Tipo: Narrativa, Relato